Aniversario de la estancia de William Wilde en Santa Cruz de Tenerife

Llegó al puerto el 7 de noviembre de 1837, como asistente médico del millonario y enfermo de tuberculosis Mr. Robert William Meiklam

Sir William Robert Wills Wilde, padre del dramaturgo Oscar Wilde, nació en 1815 en la villa de Kilkeevin, en el condado de Roscommon (Irlanda), y falleció en 1876. Titulado en Medicina (1837) en el Royal collage de Cirujanos de Irlanda, sería el fundador y director del Hospital Oftalmológico de San Marcos, en Dublín, y oculista de la Reina Victoria. 

En 1864 le fue otorgado el título de Caballero, por su contribución a la medicina y su implicación en la elaboración del censo de su País. El Rey Carlos XV de Suecia le otorgó la  Orden de la Estrella del Norte.

Casado con la poetisa francesa Jane Frances Agnes Elgee (Speranza) tuvieron dos hijos Willie y el famoso dramaturgo Oscar Wilde.

A lo largo de su vida escribió importantes obras sobre medicina, arqueología y temas costumbristas.

William Wilde llegó al puerto de Santa Cruz de Tenerife el 7 de noviembre de 1837, a bordo del The Crusader, de 130 toneladas, como asistente médico del millonario y enfermo de tuberculosis Mr. Robert William Meiklam, propietario del yate.

Después de realizar un análisis comparativo de las condiciones climáticas de la isla de Madeira, de donde procedían, recomienda a los médicos ingleses que utilicen el Puerto de La Orotava y Güímar como lugares idóneos para establecer un centro médico-turístico (Health Resort), donde los enfermos europeos podrían remediarse de las patologías pulmonares.

Durante el periplo de nueve meses de duración que realizaron por diversos países, este viajero enérgico, activo, incansable y con una curiosidad ilimitada, a la vez que estudiaba el clima de los lugares visitados realizaba trabajos de arqueología, antropología y costumbristas.

En su libro Tenerife and along the Shores of then Mediterranean describe todos los aspectos paisajísticos, sociales y económicos de nuestra Ciudad.

 

 

 

Narración de un viaje a Tenerife

Nuestro barco se hizo a la vela desde la rada de Funchal, el 5 de noviembre de 1837 y, al día siguiente, por la mañana, ya tuvimos una vista momentánea del Pico de Tenerife, pero el tiempo se volvió brumoso y hasta las tres de la tarde no fuimos capaces de distinguirlo perfectamente, cuando su vigoroso y accidentado contorno se hizo claramente definido contra el azul celeste del cielo africano.

Cuando nos acercábamos a la isla, el viento disminuyó y nos dejó balanceándonos en el fuerte oleaje que generalmente rodea esta costa de hierro forjado. En el momento que llegó la oscuridad, surgieron de repente unas luces que pasaban rápidamente en nuestro entorno, como meteoros. Estas luces las producían las barcas de los pescadores, ya que todas llevaban encendidas unos hachos de tea para atraer a los peces. Las caras arrugadas de los pescadores, sucias por el humo, y sus largas gorras escarlatas, cuando aparecían en la cresta de la ola montañosa y luego se hundían rápidamente,  parecían espíritus del poderoso piélago preparando la tempestad. Alrededor de las 10 horas del día siete echamos anclas.

La bahía de Santa Cruz es mucho mejor que la de Funchal para estar anclados. Muy raramente los buques tienen que hacerse a la mar y por eso es preferida por los yates, aunque a veces el oleaje es muy fuerte.

A nuestro alrededor todo tiene un aspecto árido, seco y quemado. La ciudad, cuidadosamente enjalbegada de blanco, tiene buena apariencia, pero su entorno es estéril y yermo. Este aspecto singular, común a todas las islas volcánicas, se hacía entonces más notable por la estación, ya que no había llovido desde hacía seis meses. Incluso las grandes plantas suculentas, que brotaban aquí y allá entre las rocas, habían perdido el verdor que originalmente pudieron haber tenido. A la derecha, la tierra es alta y quebrada en barrancos, bajando hasta la orilla del mar sin nada que alivie la vista, excepto la blanca línea del acueducto que suministra agua a la ciudad, que serpentea su curso en medio de las montañas. A la izquierda, la costa se inclina gradualmente hacía el sur, desprovista de todo, salvo de piedras, lava y basalto. Después de desayunar, desembarcamos en el muelle donde Nelson perdió su brazo en el desgraciado acontecimiento de 1797.

La gente de Tenerife, especialmente la de Santa Cruz, es bien parecida. Las mujeres son las más guapas que he visto desde que abandoné Inglaterra. Todas llevan mantilla, fabricada con lana blanca de la mejor calidad, elegantemente adornada con un ancho ribete de raso y rosetones también de raso en las esquinas, que les caen por delante. Sin embargo, este efecto elegante queda bastante estropeado porque llevan un sombrero, negro o blanco, adornado con cintas de diversos colores. Generalmente son altas y maravillosamente formadas, poseyendo toda la elegancia española combinada con la atracción personal inglesa.

Los hombres son de una especie hermosa y robusta. Excepto los que se dedican a trabajos manuales o a embarcar vino, quienes generalmente están desnudos, todos los hombres van envueltos en una capa singular,  una buena manta con una cinta en lo alto para atársela al cuello. Esta primitiva prenda de vestir parece tan vieja como los guanches.

En un pequeño lugar como éste, una de las primeras visitas es al cónsul, quien, asumiendo toda la importancia de su cargo, te hace desfilar sucesivamente ante los gobernadores y autoridades civiles, militares y de la marina. Esto hace que se sienta muy importante y, según él, contribuye enormemente al honor de la vieja Inglaterra.

Al bajar nos topamos con  numerosos camellos, caminando de forma lenta y penosa, con sus cargas de madera de pino o de piedra caliza, o bien pacientemente arrodillados, esperando sus cargas, y moviendo de un lado a otro sus largos pescuezos. El dromedario de Canarias, llamado incorrectamente camello, se desarrolla bien en estas islas, pero por falta de cuidados y limpieza, y porque están casi desprovistos de pelo, tienen mal aspecto. Estos animales pisan el suelo de forma tan silenciosa que la ley obliga a los propietarios a ponerles una campanilla para avisar de su aproximación.

La ciudad de Santa Cruz es limpia. En el centro hay una plaza bonita, la plaza de la Constitución. En ella está la célebre estatua de la Virgen de Nuestra Señora de Candelaria, de buena ejecución y de fino mármol de Carrara. Es conmemorativa de su aparición en 1392. No pude averiguar porque los cuatro reyes guanches que están situados como soportes del pedestal, lleva cada uno un fémur en sus manos.  Sólo uno de los reyes guanches disfruta de su nariz, las otras tres se pueden encontrar en la colección de curiosidades de nuestros guardias marinas, quienes, como se podía esperar de esa gente, no podían dejar pasar la oportunidad de hacerse notar por su buen gusto, sentido y decoro.

Las casas de esta colonia española son grandes, bien construidas. Tienen patios en el centro, rodeados de galerías, y muchos tienen bonitas fuentes, que funcionan a gran altura, lo que los hace húmedos y frescos.

Fuimos a visitar la iglesia donde se exhiben las Banderas, de las que se dicen que fueron tomadas en el ataque de Nelson. Estábamos ansiosos por verlas, pero no, nuestro cicerone tenía su propio trayecto y nos paseó por todos los altares, uno tras otro, explicándonos los méritos de cada uno en la forma de un maestro de ceremonias. Finalmente nos llevó al lugar donde se encuentran colgados los restos de esas banderas, que se están deteriorando rápidamente y que ondean tristemente azotadas por la ligera brisa que corre desde el campanario bajo el que están situadas. Una es una insignia, la otra es la bandera del Reino Unido. Tengo que confesar que nunca había sentido tanto deseo de robar como cuando vi esa bandera, en la que nunca se pone el sol, colgada como un trofeo en un país extranjero. Sin embargo, al preguntar nos enteramos de que no fueron tomadas esa noche, sino que simplemente fueron encontradas en la orilla donde nuestros botes se hicieron pedazo. Aún  las baterías son  muy poderosas.

En el muelle, el oleaje es tan fuerte que, con frecuencia, impide durante días que las lanchas puedan desembarcar; a pesar de todo, esto no interrumpe el aspecto comercial de la playa, ya que los barriles de vino se bajan rodando por los guijarros de la abrupta orilla; allí, un robusto nativo empuja uno, lo sumerge en la furiosa marejada y lo lleva flotando hasta el navío, a varios cientos de yardas afuera. Cerca del muelle se encuentra un bonito paseo público, en el que crecen algunas plantas espléndidas, como la poinciana pulcherrima (flanboyant), uno de los arbustos más esplendidos que adornan la isla.

El paisaje que nos encontramos en los alrededores de Santa Cruz no lo comprendimos al principio pues los lechos de los ríos y torrentes están completamente secos. Las grandes hojas de cactus tenían una apariencia marchita, debido a la extrema sequía. Sobre esta hoja se cultiva la cochinilla. Aparte de las diversas plantaciones valladas que existen cerca de la ciudad, este insecto se ha trasplantado últimamente a los cactus que crecen en las colinas. La forma de hacerlo es la siguiente: se sujetan uno o dos pequeños insectos en una bolsa de muselina fina y luego se le pega en las espinas de la planta. La cochinilla fue importada de América del Sur y aquí promete bien. Se recolecta cada dos años y se deja cierto número en las plantas para continuar la especie. Se podrían cultivar más pero la fruta del cacto –el higo pico- es un artículo alimenticio que gusta a los nativos. Ninguna de las plantas con las que se obtiene la barrilla estaban entonces crecidas, pero grandes bolsas del liquen que se usa como tinte, recogido de las rocas, se hallaban expuestas diariamente en el muelle para su venta.

Cuando baja la marea, los habitantes más pobres se reúnen en la costa para coger jibias (pulpos), que existen allí en gran abundancia. Su forma de pescar es la siguiente: atan uno de los animales en la punta de un palo y lo meten bajo las rocas, en las grietas, y en los charcos debajo de la marea baja. Si hay uno dentro, inmediatamente hace su aparición, ataca al que está en el palo y es cogido con las manos. Por la noche las rocas que hay a lo largo de la playa están iluminadas por los pescadores que buscaban estos pulpos. Cuando cogen dos o tres, se reúnen alrededor de una hoguera y devoran al pobre pez como si fuera el mejor manjar del mundo.

Grandes milanos reales flotan en la atmósfera sofocante; son pardos, con la cola hendida, y blancos por debajo del ala. Cientos de gavilanes se balancean en sus alas, listos para arrojarse sobre los lagartos que componen su alimento. Hay pocas gaviotas o aves de mar. En esta parte de la isla no se ven abubillas. Los pájaros canarios están llegando a ser escasos en Tenerife y pude observar que el verdadero plumaje de este brillante cantor, en su naturaleza salvaje, es verde, siendo el amarillo el resultado de su domesticación.

Al este de la ciudad, la costa es excesivamente accidentada; el oleaje rompe allí con tanta violencia, incluso en los días más calmados, que el agua ha formado cuevas inmensas a causa del desgaste de la toba de basalto. Muchas cuevas tienen una considerable extensión bajo la superficie y, cuando las olas se aproximan, al encontrar el agua más lenta del reflujo, rompen contra ella y se elevan en una columna que con frecuencia adquiere treinta o cuarenta pies de altura (9-12 m.), que luego cae en espuma en los riscos, formando un magnifico surtidor natural. –Bufadero-

Habíamos oído hablar de un famoso museo en Santa Cruz, montado hacía varios años por el comandante español Juan de Megliorini Spinola. Contenía toda clase de objetos, y las  únicas cosas de valor eran los restos guanches, esta antigua raza embalsamaba a sus muertos y allí tuve la ocasión de ver una pequeña momia femenina. No parece que se haya utilizado ninguna clase de preparación antiséptica, excepto en las cavidades que las vaciaban de su contenido y luego las llenaban con semillas. El cuerpo estaba envuelto en una piel o cuero, pero no pude descubrir restos de vendajes o de tejido de lino de ninguna clase. Las cuevas en las que se encuentran las momias están en el interior de la isla, en lugares inaccesibles.

José Manuel Ledesma Alonso, Cronista Oficial de la Ciudad de Santa Cruz de Tenerife