Escala del marino francés Cyril Laplace, hace 140 años, en su Viaje Alrededor del Mundo

Después de fondear en el puerto de Santa Cruz para avituallarse, el 14 de febrero de 1837 tomó rumbo hacia el Pacífico

Cyril-Pierre-Théodore Laplace, nacido en 1837, en un barco, en alta mar, realizó una carrera militar meteórica, pues ingresó en la marina imperial a la edad de 18 años, al año siguiente ya había ascendido al grado de alférez, a los 26 era lugarteniente de navío, a los 35 capitán de corbeta, dos años más tarde capitán de fragata, con 39 años capitán de navío, contralmirante a los 48 años, y vicealmirante a los 60.

Durante su vida fue Jefe de la base naval de las Antillas francesas, del departamento marítimo de Rochefort (Francia), del departamento marítimo de Brest (Francia), y miembro del Consejo del Almirantazgo de su País.

El gobierno francés, dentro de su política de expansión naval, consideró que dos grandes fragatas de la marina militar, L'Artémise, dirigida por Cyril Laplace, y La Venus, al mando de Dupetit-Thouars, diesen la vuelta al mundo, simultáneamente, siguiendo distintas rutas con objetivos comerciales, políticos y científicos.

L'Artémise, al mando de Laplace, salió del puerto de Toulon (Francia), en enero de 1837. Después de fondear en el puerto de Santa Cruz de Tenerife, para avituallarse de agua, frutas, verduras, plátanos, animales vivos, etc., el 14 de febrero de 1837, tomaron rumbo hacía el Océano Pacífico para recorrer, durante tres años, California, Guayaquil (Ecuador), El Callao (Lima), Valparaíso y Concepción (Chile), regresando a Lorient (Bretaña francesa), en abril de 1840.

En este viaje, Laplace entregó un manifiesto a favor del tratamiento de los católicos en Hawai (1839), jugando un papel decisivo en el establecimiento de la iglesia Católica en aquel lugar.

El capítulo I, del relato de su viaje de circunnavegación, titulado 'Campaña de Circunnavegación durante los años 1837 a 1840', lo dedica a:

La mujer santacrucera

Cuando se ha puesto el sol y el aire de la noche ha refrescado, las losetas de piedra volcánica que tapizan la plaza de armas, situada frente al embarcadero, comienzan a recibir al bello sexo y sus admiradores que acuden allí a pasear o estar sentados en los bancos, hasta una hora muy avanzada.

En esos momentos se tropieza uno con la mezcolanza más extraña de gente. Por allá se arrellanan curas e incluso frailes de barrigas gruesas y caras saludables; por aquí se juntan pandillas de oficiales de tropa o de milicia, con aspecto de conquistadores, con inmensos bigotes que oscurecen unos rostros delgados; aquí y allí se forman grupos de comerciantes extranjeros, entre los que se distinguen a los ingleses por sus aires de superioridad desdeñosa; en fin, en medio de toda esta gente circulan multitud de lindas mujeres que no parecen en modo alguno intimidadas por la presencia de sus numerosos admiradores. Por el contrario, cada una pone en juego todos sus encantos para retenerlos junto a sí, pese a los esfuerzos de sus rivales, y quien haya observado sus maniobras estará seguro de que es muy difícil resistirse.

En efecto, estas mujeres se parecen mucho a las andaluzas, tan famosas en el arte de seducir a los hombres, y, como ellas, tienen unos grandes ojos negros, llenos a la vez de fuego y languidez. Unos dientes magníficos, una boca pequeña, una nariz bien formada y una larga cabellera color azabache dan a su fisonomía un atractivo casi irresistible. Su porte voluptuoso, el talle esbelto al que añade un nuevo encanto la “saya española”, ciñéndolas en formas llenas y redondeadas; por último, unas piernas finas, terminadas en unos pies pequeños metidos en graciosos zapatos, componen un conjunto que se hace todavía más excitante con el uso de la mantilla de seda o muselina en que se envuelven, menos para protegerse de las miradas de los transeúntes que para excitar su curiosidad al ocultarse de ellos.

A estos atractivos externos, las damas de Santa Cruz unen gracia y mucho ingenio natural; les gusta apasionadamente el placer y, si se presta oído a las malas lenguas y a las quejas de los desgraciados a los que ellas hicieron perder la fortuna o arruinar su salud, probablemente se piense, como yo, que se trata de unas sirenas muy peligrosas para los viajeros.

Sin embargo han demostrado poco juicio al sustituir, para los bailes y las fiestas de gala, su traje típico tan pintoresco por las modas de París, ya que de ese modo han perdido gran parte de su atractivo natural y quedan muy por debajo de sus modelos.

José Manuel Ledesma Alonso, Cronista Oficial de Santa Cruz de Tenerife