Argonauta en el Puerto de Santa Cruz de Tenerife

Por Vicente Blasco Ibáñez

La isla de Tenerife alzaba su escalonamiento de montañas volcánicas con cuadriláteros de tierra cultivada, salpicadas de blancas casitas. En la parte inferior, junto a la masa azul del mar, las fortificaciones españolas extendían sus viejos baluartes, con las esquinas rematadas por garitas salientes de piedra.

La ciudad era de color rosa y sobre ella se erguían los campanarios de varias iglesias con cúpulas de azulejos. Cuatro torres radiográficas marcaban en el espacio con las líneas de su cuerpo casi inmaterial, dejando ver el cielo a través del férreo tramaje.

Más arriba de la ciudad, en una arruga de la montaña, ondeaba la bandera de un castillo moderno, era un hotel elegante (Quisisana) al que venían a intentar respirar los tísicos septentrionales.

Su costa, festoneada por una áspera flota de chumberas y pitas, guardaban tras las volcánicas montañas de su litoral el secreto de sus ocultos valles tropicales, escalando el cielo con una sucesión de cumbres sobre las cuales flotaban las blancas vedijas de las nubes, ostentando sobre esta masa de vellones el pico del Teide con un casquete cónico estriado de nieves, que era como la borla o botón de este inmenso solideo de tierra emergido del Océano.

En el muelle de Santa Cruz se encontraban barcos de banderas belgas que iban a las desembocaduras del Congo; proas inglesas que venían del Cabo o torcían el rumbo hacia las Antillas y el golfo de México; buques de todas las nacionalidades que marchaban en línea recta hacia el sur, en busca de las costas del Brasil y las repúblicas del Plata; cascos de cinco palos descansando en espera de órdenes, de vuelta de la China, el Indostán o Australia; vapores de pabellón tricolor en ruta hacia los puertos africanos de la Francia colonial; goletas españolas dedicadas al cabotaje del archipiélago canario y las escalas de Marruecos…

Entre el muelle y el trasatlántico Cap Vilano, en que viajaba, existía un anchuroso espacio de bahía, lleno de gabarras chatas para el carbón, abandonadas sobre su amarre y cabeceando en la soledad; vapores de diversas banderas, en torno de cuyos flancos se agitaba el movimiento de la carga con chirridos de grúas y hormigueo de embarcaciones menores; veleros de carena verde que parecían muertos, sin un hombre en la cubierta, tendiendo en el espacio los brazos esqueléticos de sus arboladuras; a la vez que ruidos de sirenas anunciaban una partida próxima, mientras otros rugidos avisaban desde el fondo del horizonte la inmediata llegada...

Al mismo tiempo, canoas poco más grandes que bandejas iban tripuladas por muchachos desnudos de color chocolate, relucientes con el agua que se escurría de sus miembros. Mientras uno bogaba, moviendo unos remos cortos como palas, el otro, acurrucado en la popa por el frío de las continuas inmersiones, rugía a todo pulmón: ¡Caballero, eche dos monedas y las alcanzo!

Era un griterío que emergía incesantemente a ras del agua; una continua apelación al “caballero” para que pusiese a prueba la agilidad natatoria de la pillería del puerto. Y cuando la moneda caía al abismo, el nadador iba a su alcance con la cabeza baja y las manos juntas en forma de proa, dejando la piragua balanceante detrás de sus pies con el impulso del salto. El cuerpo bronceado tomaba una claridad de marfil en el cristal verde de las aguas removidas. Se le veía agitar los miembros junto al casco de la nave, como unas tijeras blancas que se abrían y cerraban acompasadamente; hasta que, volviendo a la superficie con la moneda en la boca, y echándose atrás el mechón húmedo que caía sobre su frente, ganaba la canoa con una agilidad de mono y volvía a temblar de frío, implorando a todo pulmón la generosidad del “caballero”.

En la explanada del muelle se me enredaron las piernas en un montón de telas vistosas, pues el suelo estaba cubierto por un oleaje multicolor de estampados, mientras que los bancos se habían convertido en mostradores. Eran mantelerías con calados sutiles, semejantes a telas de araña; pañuelos de seda con tonos feroces que daban a los ojos una sensación de calor; kimonos con aves y ramajes de oro; leves pijamas que parecían confeccionados con papel de fumar; almohadones multicolores como mosaicos; velos blancos o negros recamados de plata que traían a la memoria las viudas trágicas de la India subiendo al son de una marcha fúnebre a la hoguera conyugal. En esta maraña, los calados isleños se mezclaban con la pacotilla chillona venida de Asia, pues vendedores indostánicos gesticulaban entre los grupos de pasajeros alabando sus mercaderías con sonora hipérbole española o con un balbuceo mezcla de todas las lenguas: “Señor compra la mía colcha bonita para la tuya madama”.

La isla, risueña e indolente en mitad de la encrucijada de los grandes caminos que llevan a África y América, parecía contemplar impasible este movimiento de la navegación mundial, mientras proporcionaba por unas horas el alimento negro del carbón a los organismos humeantes, que llegaban y partían sin conocerla.

Los jornaleros de carbón, formando una fila de hombres blancos que parecían disfrazados de negros, penetraban en el buque por las puertas abiertas en sus dos costados, llevando al hombro grandes cestos que esparcían polvo de hulla.

Vicente Blasco Ibáñez (Valencia,1867 - Francia, 1928)

Estudió derecho en Valencia, donde ingresó en las filas del Partido Republicano. Exiliado en París (1896), entró en contacto con el naturalismo francés, que ejercería una notable influencia en su obra.  

Elegido diputado a Cortes en 1898, diez años más tarde abandonaría la política, emigrando a Buenos Aires, Argentina, en busca de fortuna, donde intentó llevar a cabo dos proyectos utópicos de explotación agrícola que acabaron en sendos fracasos.

En el citado viaje, cuando el trasatlántico Cap Vilano hizo escala en el puerto de Santa Cruz de Tenerife, el 22 de mayo de 1909, Blasco Ibáñez fue recibido en el muelle por las principales figuras de las letras tinerfeñas y numeroso público.

Durante las ocho horas que permaneció en la Isla fue llevado en carruaje hasta la plaza de Weyler, donde subió al tranvía que le trasladó hasta Guamasa, desde donde pudo divisar el Teide, pues el cielo estaba despejado. De regreso a la capital, visitó La Laguna y sus alrededores.

Luego, el Ateneo de Santa Cruz de Tenerife le organizó un banquete en el Hotel Quisisana, donde Benito Pérez Armas le dedicó unas elogiosas palabras que fueron contestadas por Blasco Ibáñez con un improvisado discurso, interrumpido por atronadores aplausos. 

En las primeras horas de la noche fue despedido por millares de personas que abarrotaban el muelle, al son de los acordes de la banda municipal.

Cinco años más tarde ya estaba de regreso en París, donde publicaría Los cuatro jinetes del Apocalipsis, la novela que le daría fama internacional. En 1921 decidió retirarse a su casa de Niza, donde escribiría las novelas que le harían ser uno de los autores más relevantes de la literatura castellana universal: La barraca, Cañas y Barro, ….