Nueve horas en Santa Cruz de Tenerife

Capítulo 1 de Un Viaje de Impresiones, de Benito Pérez Galdós

Salí de Las Palmas de Gran Canaria, con destino a Cádiz, a las doce de la noche del 13 de septiembre de 1864. Nuestro espíritu estaba lleno de abatimiento porque el despedirse para un largo viaje es lo más desabrido y fastidioso que te puedas imaginar.

El mar estaba hinchado, revuelto y tan inquieto como los que nos íbamos a entregar a él. Si los crueles escalones del muelle se subieran en vez de bajarse me parecería que me llevaban al patíbulo, pues la guillotina no me causa más horror que un mar revuelto. Sentado en el banquillo de la lancha que me llevaba hasta el barco me siento como un ajusticiado. Al pasar la barra del muelle, los movimientos eran tan repetidos y bruscos que me impedía ver los pañuelos blancos que manos amigas agitaban en el muelle. No tengo manos sino para asirme fuertemente a la borda de la embarcación, no tengo boca sino para escupir una saliva amarga y pegajosa, no tengo ojos sino para medir la distancia que me separa del buque.

Al fin llegamos al vapor, subimos la escalerilla con dificultad y nos dirigimos en busca de nuestro camarote, colocamos el equipaje y subimos a cubierta. Entonces principia una terrible lucha entre el estómago y la imaginación, pues el estómago quiere salirse de sus quicios y la imaginación se empeña en tranquilizarlo. Saco fuerzas de flaqueza, me incorporo y trato de sostener diálogo con una amable y bonita señorita de Tenerife; una de esas personas espirituales, sencillas, llenas de candidez y agudeza, de inocencia y coquetería. La conversación giraba sobre música y, como este majadero se empeñó en que me cantara una malagueña, la infeliz muchacha se preparaba a complacernos cuando el barco se agita como una batuta en manos de un director de orquesta y nuestros oídos principian a oír la atronadora sinfonía procedente de la sala de máquinas. El viento, el vapor, la máquina, todo se sujeta a un misterioso ritmo produciendo la más extraña de las armonías.

Bajamos a los camarotes, verdadero calabozo destinado a ser teatro de nuestro sufrimiento, con ánimo de dormir y el propósito firme de no marear. Encajonado en aquella especie de ataúd malsano, estrecho, sobre aquel jergón duro, me revolvía sin poder conciliar el apetecido sueño, sudando gotas de sudor tan gordas como avellanas.

Yo, en semejantes situaciones acostumbro a traer a la imaginación lo más bello, lo más pintoresco, lo más incompatible según mi modo de ver con el mar y sus dolorosas peripecias. Para mí, las delicias del campo son diametralmente opuestas al espectáculo del mar, por poético que aparezca algunas veces. Así es que cerraba los ojos y componía un delicioso cuadro donde yo me consideraba habitante de un paraíso formado por una casita de campo, un árbol frondoso, unas cuantas flores, una vaquita, un perro, etc. Procuraba engañar mis sentidos con aromas imaginados, con sonidos producidos en mi cerebro. Todos los esfuerzos de mi imaginación fueron inútiles porque un ruido estrepitoso hizo que el letargo en que principiaba a sumergirme desapareciera ante un piso que parecía huir de nuestros pies.

Regularmente se cree que un libro es el mejor amigo y que no hay nada tan propio para dejar el hastío que produce un viaje como ir pasando sucesivamente las hojas de papel donde sus autores han vaciado sus pensamientos para esclavizar el nuestro y enredarle en el laberinto de sus ideas. De semejante entretenimiento puedo decir que todas las veces que he llevado conmigo un libro para seguir el consejo, apenas he podido sujetar mi imaginación a ideas extrañas y cuando maquinalmente he leído media docena de hojas me he encontrado tan lejos del libro como metido dentro del mismo.

Por fin, aquella desastrosa noche pasó y a primeras horas del día siguiente hacíamos escala en el puerto de Santa Cruz de Tenerife, donde el vapor Almogóvar recogería pasaje, rellenaría carboneras y haría la aguada.

Saltamos a tierra alegres, pero pensando que dentro de nueve horas tendríamos que realizar una travesía más larga y penosa.

Santa Cruz, capital de las Canarias, con sus espaciosas calles y su numerosa concurrencia absorbió completamente nuestra atención.

Su puerto no es otra cosa que una rada abierta a todos los vientos menos al Norte y Oeste, de los cuales aquel es el reinante en semejantes latitudes. La Punta de Anaga, elevada sierra de rocas volcánicas, se extiende naciendo de la isla en dirección nordeste, deteniendo las nubes en su encrespada cima, siendo esta la causa que hace que el cielo esté casi constantemente despejado, diáfana la atmósfera, y el sol radiante en los calmosos meses del estío.

Aquellas rocas salvajes, donde apenas crecen algunas plantas silvestres de raquítica vegetación, descienden precipitadamente en el mar hasta producir un fondeadero bastante respetable por su profundidad, y donde los buques necesitan muchas brazas para llegar a asegurar sus anclas sin peligro. Esto, y al mismo tiempo la oblicuidad de las capas de lava que en muchas partes visiblemente muestran las rocas de Anaga, han hecho concebir la idea de que el puerto de Santa Cruz no es otra cosa que el cráter de un volcán, cuya antigüedad se pierde en la noche de los siglos. Opinión que tiene en su abono la multitud de cráteres que a cada paso se encuentran en las islas Canarias, y cuyos vestigios aparecen en las superficies y en las profundidades de todos los terrenos, con más o menos visos de antigüedad.

Al sur de esta cordillera y a la misma lengua del agua se levanta la población rodeada de algunas huertas, donde en un terreno de naturaleza calcárea crecen, por lujoso artificio, algunos pobres árboles que quieren esforzarse inútilmente por dar las gracias a su cuidadoso dueño, prestándole la escasa sombra de sus mustias hojas.

Un muelle que se prolonga a pesar del fondo, convida al cansado viajero a echar pie a tierra e introducirse en la población que está pronta a recibirlo con aquella franqueza que caracteriza a los hijos de las Canarias.

En compañía de siete amigos, atravesamos el muelle y la espaciosa Plaza de la Constitución, donde se levanta el Triunfo a la Candelaria, trofeo de blanco mármol que recuerda la rendición de la isla de Tenerife y sus cuatro Menceyes al valor de las armas españolas, y nos dirigimos a la Fonda del Inglés, en la calle San Francisco 11, donde almorzamos un plato de huevos, pescado, carne y fruta, todo regado con un buen vino de la tierra y un buen café. Comida que nuestros pobres estómagos, escuálidos del viaje, devoramos atropelladamente.

Apenas habíamos concluido de almorzar le pregunté a mis compañeros que adónde íbamos a ir, pues ustedes no pensarán pasar mano sobre mano estas horas que nos quedan para embarcar. No, no, contestaron unánimemente, yo voy a comprar baratijas, yo a hacer dos visitas, y yo a ver a unos amigos. Pues, a ustedes tres les recomiendo que me acompañen al Casino, donde esta ilustre Sociedad tinerfeña nos acogerá, podremos descansar, tomar café y leer las últimas noticias.


Benito Pérez Galdós (Las Palmas de Gran Canaria, 1843, Madrid, 1920) novelista, dramaturgo, cronista, y político- estuvo por primera vez en Tenerife a la edad de 18 años, cuando vino a examinarse de Bachillerato en Artes, en el Instituto de Canarias, en La Laguna.

Volvería en septiembre de ese mismo año, cuando se trasladaba a Madrid para estudiar Derecho, carrera que abandonaría para dedicarse a la labor literaria.

Y, en esta ocasión, cuando contaba 21 años, en su definitivo viaje a la capital de España, pues jamás regresaría a las Islas Canarias.